Hablar de violencia de género no es sencillo. Es un tema que comprende emociones, leyes, experiencias personales y silencios muy pesados; hay quien piensa únicamente de los golpes, los insultos o las amenazas, pero hay mucho más tras eso.
Se dice que la violencia de género deja cicatrices, y que no se refiere precisamente a las marcas físicas: también a las cicatrices emocionales, a la ruptura de la confianza, a la pérdida de autoestima y al miedo que se instala en la vida de quien la sufre.
Solo en nuestro país, se registran miles de denuncias por violencia de género cada año, y detrás de cada una de ellas hay una historia de lucha, de supervivencia y de reconstrucción. Pero también hay un contexto social, cultural y legal que influye en cómo las víctimas afrontan el proceso y en cómo logran rehacer sus vidas. Lo que se juega aquí va mucho más allá de la estadística: se trata de comprender cómo estas cicatrices afectan a las personas y qué se está haciendo (y qué falta todavía por hacer) para que no sean una condena de por vida.
Las heridas que no se ven.
Una de las consecuencias más dolorosas de la violencia de género es la huella psicológica. Muchas mujeres que han vivido este tipo de situaciones explican que lo más difícil no fue escapar de los malos tratos, sino volver a confiar en sí mismas y en los demás. La manipulación, las amenazas y el control constante generan una sensación de incapacidad que se mantiene incluso cuando ya no están en peligro físico.
La ansiedad, la depresión y el trastorno de estrés postraumático son algunos de los diagnósticos más frecuentes. Dormir mal, tener pesadillas, sentir miedo a salir a la calle o bloquearse al escuchar una voz parecida a la del agresor son ejemplos de cómo el pasado se cuela en el presente. Y lo peor es que estas secuelas no son algo pasajero: requieren apoyo psicológico, tiempo y un entorno comprensivo para que puedan ir cicatrizando.
No menos importante es la huella en las relaciones personales. Muchas víctimas describen que, después de lo vivido, les cuesta abrirse a nuevas parejas o incluso mantener vínculos de amistad. La desconfianza se convierte en un mecanismo de defensa, pero al mismo tiempo en una barrera que aísla. Esta soledad, en ocasiones, se suma al estigma social, porque todavía hay quien culpa a la víctima o cuestiona sus decisiones, sin entender lo complejo que es salir de una relación marcada por la violencia.
El día a día marcado por el dolor.
Las cicatrices también se manifiestan en lo el día a día y en las decisiones rutinarias.
Hay mujeres que deben mudarse de ciudad, dejar su trabajo o cambiar el colegio de sus hijos para empezar de cero. Ese desarraigo es otra forma de violencia prolongada, porque obliga a reconstruir la vida desde la nada. De hecho, en muchos casos la independencia económica se convierte en un muro difícil de superar: no todas cuentan con recursos suficientes para mantener a su familia solas, y la precariedad se convierte en un obstáculo añadido.
A esto debemos añadirle el miedo constante a los reencuentros. Aunque existan órdenes de alejamiento, las víctimas muchas veces viven con la sensación de que el agresor puede aparecer en cualquier momento.
Los hijos: víctimas silenciosas.
Uno de los aspectos más delicados es el impacto en los menores. Los hijos e hijas de mujeres víctimas de violencia de género son, también, víctimas directas. Crecen en un entorno de miedo, observando escenas que marcan profundamente su desarrollo emocional; ellos sienten angustia al ver sufrir a su madre, y por si fuera poco, también pueden interiorizar modelos de relación basados en la violencia.
En la práctica, esto se traduce en problemas de conducta, dificultades en el aprendizaje y, en muchos casos, una tendencia a reproducir los mismos patrones cuando llegan a la edad adulta. Por eso, los programas de atención a las víctimas incluyen también a los menores, con terapias específicas que les ayudan a procesar lo que han vivido.
Reconocerlos como víctimas en sí mismos ha sido un avance fundamental dentro del marco legal español, porque durante mucho tiempo se les consideraba solo “testigos”.
El marco legal en nuestro país.
España ha avanzado mucho en materia legislativa para combatir la violencia de género: la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género supuso un punto de inflexión, porque además de centrarse en la sanción penal del agresor, también trabajaba la prevención, la educación y la atención a las víctimas. A lo largo de los años, se han incorporado nuevas normativas, tanto a nivel nacional como europeo, que refuerzan la imagen de que la lucha contra la violencia de género es un compromiso que nos implica a todos.
La existencia de juzgados especializados, las medidas de protección inmediata y la asistencia jurídica gratuita son algunos de los pilares de este marco legal. Sin embargo, en la práctica, no siempre es sencillo; denunciar significa implicarse en un proceso largo, doloroso y lleno de obstáculos, y esto conduce a que muchas mujeres sientan que deben demostrar una y otra vez lo que han vivido, exponiéndose a interrogatorios duros, informes médicos y declaraciones frente a personas desconocidas.
Pérez Caballero Abogados nos recuerda que el proceso judicial es uno de los momentos más difíciles para las víctimas: explica que la única forma de garantizar una defensa justa y eficaz es diseñar una estrategia adaptada a cada caso, cuidando cada detalle: desde la recopilación de pruebas hasta la preparación del testimonio, la exploración de los menores implicados o los informes periciales. Según él, solo así se puede conseguir un equilibrio entre la protección de la víctima y el respeto a la presunción de inocencia.
El peso del silencio.
Una de las cicatrices más profundas es el silencio.
Muchas mujeres tardan años en hablar de lo que han sufrido, y otras por desgracia, nunca lo hacen. El miedo al juicio, la dependencia económica o el simple hecho de no saber dónde acudir hacen que se mantengan en relaciones violentas durante demasiado tiempo. Este silencio prolonga el sufrimiento, y refuerza la idea de que la violencia de género es un problema privado, cuando en realidad es un problema social.
Para salir de ese círculo se debe romper con una serie de creencias muy arraigadas: “aguanta por los hijos”, “seguro que cambia”, “algo habré hecho yo”. Estos mensajes, repetidos durante generaciones, se clavan como dagas en la autoestima y dificultan el paso hacia la denuncia.
El acompañamiento social y comunitario.
Afortunadamente, cada vez hay más asociaciones, colectivos y servicios que trabajan en la atención a víctimas de violencia de género. Casas de acogida, líneas de teléfono de atención 24 horas, grupos de apoyo psicológico y programas de reinserción laboral forman parte de una red que busca dar respuesta a las necesidades más urgentes.
Este acompañamiento se preocupa por cubrir el aspecto emocional del maltrato: saber que hay un lugar seguro donde hablar, sin juicios ni reproches, es un primer paso hacia la reconstrucción.
Reconstruirse después de la violencia.
Sanar las cicatrices que deja la violencia de género no es un proceso lineal: hay recaídas, momentos de duda y periodos de miedo, pero también hay logros pequeños que se convierten en grandes acontecimientos: volver a dormir tranquila, reír sin culpa, tomar decisiones sin pedir permiso, etc.
La resiliencia de muchas mujeres es admirable, aunque no debería ser necesaria.
Reconstruirse lleva consigo un trabajo conjunto: de la víctima, de su entorno, de los profesionales de la salud, de la justicia y de la sociedad en su conjunto.
La sociedad como espejo.
No podemos olvidar que la violencia de género no ocurre en un vacío. Se alimenta de una cultura que todavía normaliza ciertos comportamientos, que reproduce roles de género desiguales y que en ocasiones incluso justifica el maltrato.
Por eso es tan importante la educación: hablar de igualdad en las aulas, cuestionar los estereotipos y enseñar modelos de relación sanos son medidas que se deben adoptar para ayudar a prevenir que las cicatrices se sigan multiplicando en las generaciones futuras.
Los medios de comunicación también tienen responsabilidad: mostrar a las víctimas con dignidad, evitar el morbo y visibilizar los recursos disponibles contribuye a crear una sociedad más consciente y comprometida.
Dichas cicatrices deben ser comprendidas.
Aunque sean invisibles, están ahí, y son marcas del pasado sí, pero también suponen un recordatorio de una lucha constante por la dignidad y la libertad para quien las sufre. Comprenderlas significa reconocer que el problema no termina cuando la mujer logra salir de la relación, sino que continúa en la manera en que la sociedad responde, en cómo la justicia actúa y en los recursos que se ponen a su disposición.
Cada testimonio, cada denuncia y cada paso hacia adelante son parte de un proceso que nos atañe a todos y cada uno de nosotros, para que estas cicatrices dejen de ser una condena y se conviertan en símbolos de resistencia contra algo que nunca debería haber existido.